Junto al desarrollo de ciencias exactas como la astronomía y las matemáticas, y de artes como la arquitectura, los mayas crearon una explicación sobre el origen del mundo, la forma del universo y las deidades que lo habitan.
Esta manera de interpretar el cosmos y de vincularse con él determina la vida cotidiana y da respuestas a las interrogantes místicas y religiosas de la comunidad. Define, asimismo, lo sacro y lo profano, el pasado, presente y futuro, y el papel de cada persona. Incluye a dioses benévolos y malignos, remotos y cercanos. Se ocupa también de la muerte, la estancia en el más allá y la reencarnación.
Estamos, pues, ante una cosmovisión que atribuye a divinidades la clave de todo.
Cada una de las esquinas del cuadrado representa un punto cardinal, y a cada uno le ha sido asignado un color. Al norte le corresponde el blanco; al sur, el amarillo; al este (el punto más importante para esta civilización), el rojo y al oeste, el negro. Los mayas conciben un quinto punto cardinal, el centro, al que se le asigna el color verde.
En cada una de las primeras cuatro direcciones, exactamente en los ángulos, habita un Bacab o dios cargador, cuya misión es sostener con las manos en alto una parte del universo. De los bacabes depende que las estrellas, los planetas y demás cuerpos celestes permanezcan eternamente en su sitio.
Por encima de ellos, habitando el séptimo nivel, está Hunab Ku, la divinidad creadora, quien por ser incorpóreo carece de representación gráfica. En la antigüedad, si alguna ceremonia se organizaba en su honor, ésta corría a cargo de la clase sacerdotal, cuyos ritos eran prácticamente desconocidos por los mayas comunes.
Itzam Ná, señor de los Cielos e hijo de Hunab Ku, es quien preside la sociedad divina. Como deidad celeste proporciona las lluvias; en su carácter terrenal constituye el suelo fértil para la siembra. Al igual que la mayoría de los dioses mayas, Itzam Ná es cuatro dioses en uno, cada cual con su color y su orientación: el Itzam Ná rojo en el este, el blanco en el norte, el negro en el oeste y el amarillo en el sur. Se le atribuyen, asimismo, diferentes advocaciones; es el dios de la medicina, de la tierra y el fuego, e inventor de la escritura y de los libros. En la antigüedad se lo invocaba, mediante rezos y ceremonias, a fin de pedirle dos favores fundamentales: que evitara las calamidades públicas y que enviara la lluvia necesaria para una buena cosecha.
Compartiendo el cielo con Itzam Ná, de menor jerarquía que éste pero muy importantes para los mayas, existen una serie de dioses que rigen diversos aspectos de la naturaleza. Encabezando a estas deidades está Kinich Ahau, el dios Sol, que los antiguos mayas representaban como un joven apuesto o como un anciano de prominente nariz, dualidad también presente en sus advocaciones. Se trata de un dios benévolo durante su cotidiano viaje por los trece niveles superiores, y de un dios maligno cuando por las noches penetra a la región del inframundo.
La compañera del Sol se llama Ixchel, diosa de la Luna. Se la considera deidad de la procreación, la medicina, el tejido, el canto y los nacimientos. Su morada es el cielo, en donde habita casi siempre en paz con su cónyuge. Los pleitos entre ambos, sin embargo, provocan alteraciones cósmicas; los eclipses, por ejemplo. Ixchel se relaciona igualmente con los cuerpos de agua: lagos, lagunas, ríos subterráneos e inclusive el mar son sus moradas, por lo cual recibe títulos como Dama del Mar o Ella en Medio del Cenote.
Noh Ek, nombre maya que significa gran estrella, y Xaman Ek, estrella del norte, son dos deidades del cielo que influyen, aunque en forma menor, en la vida diaria. El primero es el dios del planeta Venus, a quien se relaciona con la buena cacería; el segundo, el dios de la Estrella Polar, deidad benévola a quien se encomendaban los marinos al navegar de noche.
El cielo maya es igualmente la morada de Chaac, el dios de la Lluvia. Se trata de una deidad benévola, asociada con la creación y la vida. También está formado por cuatro dioses en uno, encabezados por Kunku Chaac, el dios Rojo del Poniente. Sus funciones consisten en provocar los relámpagos y la lluvia, indispensable para una buena cosecha.
La creencia en Chaac es una de las que sobreviven con mayor fuerza en la religión de los mayas actuales. En todo el Mundo Maya realizan ceremonias y dedican ofrendas a la deidad de la lluvia, cuando año tras año oran para que dé fin la temporada de sequía. Finalmente, está Kukulcán, la Serpiente Emplumada, un dios dual que representa a la tierra y su deseo por ascender al cielo, y el mismo cielo que desciende a la tierra. El caos se armoniza en él porque Kukulcán es la reunión de los opuestos.
De todo lo que la tierra produce, hay para los mayas una planta que representa la vida misma, por lo que se le atribuyen propiedades de deidad. Es el maíz, materia prima que, según el Popol Vuh, libro sagrado escrito en el siglo XII, los dioses originales utilizaron para crear al hombre, después de dos intentos fallidos con barro y madera: de maíz estamos hechos los seres humanos, y nos seguimos conservando de maíz al ingerirlo.
En la superficie de la tierra viven los Tzultacah, dioses cuyo nombre significa montaña-llanura. Su número es indeterminado, aunque en algunas plegarias se los invoca como los Trece Tzultacah. Cada una de estas divinidades es dueña de una determinada elevación, en cuyo interior habita. Para los mayas existen Tzulta cah machos y hembras, quienes llevan una vida casi mundana: se enamoran, se casan entre sí e inclusive se dejan por otro; y las fiestas que celebran en el interior de la tierra pueden ser tan excesivas que causan el desborde de los ríos y las consecuentes inundaciones.
Sin embargo, los Tzultacah protegen al hombre: cuidan sus cosechas, vigilan al ganado y, como propietarios de las presas de caza, las sueltan a discreción para que los hombres logren una buena cacería. A cambio, las montañas en las que habitan los dioses son recipientes de ofrendas y oraciones, y en algunos casos de la sangre de pequeños animales sacrificados.
Los antiguos mayas compartían la misma concepción del universo, en el sentido de que, fuera cual fuera la actividad que se realizara, tenía el objetivo último de agradar a los dioses y de mantener el equilibrio natural del entorno. A cambio, las deidades los protegían y ayudaban a llevar a buen término las actividades comunitarias.
Hoy, como ayer, existe la creencia de que la rectitud, la bondad, la lealtad, las abstinencias de placeres físicos, el cuidado de los hijos y de la milpa, la fidelidad y el respeto a la naturaleza, conducen a alguno de los trece niveles del cielo, donde por un tiempo se disfrutan paz y descanso. Quienes actúen de manera contraria están destinados a pasar una prolongada estancia en el mundo inferior, convertidos en perros o mulas que trabajan sin cesar, hasta que su alma regrese a la tierra en busca de una nueva oportunidad.
Para los mayas, todo ser humano tiene que pasar por el inframundo al morir. Es un viaje largo y peligroso, por lo que cuando alguien fallece se colocan dentro de la sepultura un par de zapatos nuevos, algunos palos para defenderse de los animales salvajes y algo de alimento, maíz sobre todo, que ayude a soportar el trayecto. Durante la travesía, hay que cruzar lagos y ríos, lo cual sólo se logrará con la guía de un perro. Esta creencia de que los perros son los mejores aliados para llevar a buen término el viaje está presente entre los tzotziles, tzeltales y lacandones de Chiapas, México.
Los nueve niveles del inframundo son regidos por los Bolon Ti Kú, nueve deidades en una que gobiernan como señores de la Oscuridad. En el quinto nivel, el más profundo de todos, reina Ah Puch, el dios de la Muerte. Se lo representa con una calavera que lleva las costillas visibles y una parte de la columna vertebral expuesta. En todas sus versiones porta cascabeles. Ayudándolo en las labores malignas está el dios Jaguar, animal sagrado y temido por los mayas. Su piel manchada simboliza la bóveda celeste llena de estrellas, y su misión en el mundo de las tinieblas es transportar al Sol durante el cotidiano viaje nocturno.
Mientras esto sucede, el cielo y el inframundo viven en perpetuo antagonismo. Los trece dioses superiores entran en combate con los nueve inferiores, y el enfrentamiento entre el bien y el mal produce los fenómenos naturales sobre la tierra. Los dioses benévolos son responsables del trueno, el rayo y la lluvia; para contrarrestarlos, los dioses malignos, que desean la muerte y la destrucción, causan sequías, huracanes y guerras.
La responsabilidad del pueblo maya es mantener el equilibrio entre ambas fuerzas, para lograr la armonía en la tierra. Por ello, las acciones de su vida se rigen por la cosmogonía, que les dicta rendir culto a los dioses malignos para aplacar su furia, lo mismo que hacer ofrendas y sacrificios a las deidades bondadosas para continuar recibiendo sus favores. Sólo así se mantiene el orden cósmico, objetivo final de cada uno de los actos, avances y logros de esta civilización.